sábado, 13 de junio de 2009

Cuentos Nada Más

Tiroteo en Mi Menor

marquito garcía, pensé mucho en ti
mientras escribía este cuento




Cuando los policías de la Secreta entraron al cuarto disparando, en el barrio lloraron por Juan. En aquel momento nadie creía que ese muchachón, alelado por tantos ataques epilépticos, y que afinaba cada tarde el violín sobre su panza peluda, fuera un asesino. Pero de nada sirvió gimotear: los guardias descoyuntaron la puerta a patadas, irrumpieron con su estropicio de caníbales, y lo acorralaron de pie frente a la ventana. Tiraron a matar.
Hoy, después de tanto tiempo, todavía existen muchas preguntas sin respuesta en esta historia..., dudas.

· · ·
—Ayer tuve un rifle entre las manos— había dicho Juan en la barbería esa mañana. “Cacho” Pérez, el barbero, quien lo tenía tumbado en la poltrona giratoria para darle su afeitada a navaja de los lunes, le siguió la corriente. A Juan Antonio todos le seguían la corriente, porque lo querían mucho.
— ¡Un rifle! ¿Y de dónde lo sacó, el’ijo?
— Un Blaser R93 Tactical —contestó Juan Antonio en diagonal. “Cacho” era un telón de fondo, un extra en esta parte de la escena crucial. Sus comentarios y preguntas estaban de más. Lo que importaba eran Juan y su propia voz...: su declaración¾. Blaser, alemán. Como no llega a las doce libras, es ideal para correr largos trechos; monotiro; y el cañón, ¡ah, el cañón!, veinticuatro pulgadas de pura velocidad y precisión. ¾En este punto, el muchacho suspira, se ríe bajito, frota sus manos y se pasa la lengua por los labios, como si estuviera frente a un pollo asado al que piensa devorar¾. Ese cañón hay que forrarlo con un tubo plástico y con polifón para silenciarlo.
— Sí que sabe de eso, el’ijo. Es bueno leer, muy bueno.
— El R93 trae el gatillo ajustable, sabes, y eso es excelente porque ya no hay armeros como antes, que los ponían en punto de puro oído, con piedra de Arizona y aceite, nada más.
— Ya no hay artesanos de na’; to’ es prefabricado, Juan.
— Blaser R93... Lo mejor de lo mejor.
— ¿Y un rifle así pa’qué sirve en este barrio, el’ijo?
El techo: Juan dejó de mirar el alto cielo raso, donde desde niño se refugiaba en un juego mental de encontrar figuras (una mano gigante, un conejo, la estrella de David...). Entonces fue cuando el sedante olor a mentol y a espliego avanzó cerebro adentro, en conjuro eficaz contra el cortocircuito que le desataba los demonios. “Cacho” Pérez ya no era más un extra, y se convertía en actor secundario, ese que a veces salva las historias; él sostendría en su mano el cabo del hilo en esta madeja de misterio. Lento, como lo haría el chico malo de la película, Juan volteó hacia el viejo fígaro el caramelo de sus ojos ratoniles, que casi se perdían bajo ese par de cejas alborotadas. El barbero no pensó que era una mirada abyecta. Juan tenía bien ganada una fama de chico bueno, gracias al tono angelical de sus atisbos. Incluso fue cariñoso cuando le agarró a “Cacho” la mano con la que blandía la navaja, lo hizo como si estuviera asiendo una flor, y le dijo muy en serio:
—Sirve para matar al presidente de los Estados Unidos.

· · ·
Eso fue todo. La ocurrencia serpenteó por el barrio, y antes del mediodía se había colado por la acuarela del mercado, cobró vida por encima del tilín que platos y vasos hacían al chocar en el café Coca Cola, y dio largas zancadas de boca en boca como hasta las dos de la tarde, cuando todavía se sentían algunos respingos en la terminal de los tranvías.
Pero no lo tomaron en serio. Sería otra salida de este imberbe, huérfano desde que en la invasión le mataron los papás, y a quien las monjas carmelitas terminaron de criar en el agua tibia del convento. Sus buenos modales le abrieron los corazones de un barrio que lo adoptó, más como mascota que como gente, porque a pesar de parecer tonto pintaba las casas de todos para Navidad, armaba él solo el descomunal nacimiento a lo largo y ancho de toda una nave de la Catedral, y tallaba en madera unos angelitos primorosos a los que sólo les faltaba hablar.
Y el violín... Carga con él desde los ocho años, y no lo tocaba tan mal.
Una vez la vieja Aurora lo acusó de estar descuartizando gatos y perros. Aparecían en la Plaza, esparcidos en pedazos sanguinolentos debajo de los flamboyanes, siempre los días veinte, sin cabeza ni corazón. El cura lo confrontó en el confesionario, y mientras lo interrogaba, a través de la rejilla trató de ver su rostro para adivinarle en los ojos si mentía. Después que contestaba con un “No” al rojo vivo, Juan bisbisaba, frenético, y se hacía la señal de la cruz una vez, y otra vez, y otra vez, transpirando chorros hirvientes, con los ojos cerrados pero inquietos, y aferrado como un náufrago al escapulario. Seguro de tener las Tres Divinas Personas de su lado, juró que no, que él no sabía nada, y el padre le creyó. Ese domingo Juan ayudó en misa, y el barrio entero entendió el gesto como una señal de que la iglesia confiaba en su inocencia. Aurora se paró histérica en pleno rezo del Credo, y salió taconeando para que todos supieran que ella no estaba de acuerdo. Jamas se resolvió el misterio.
No fue hasta ahora, cuando el tiempo pasó, haciendo bien y mal en torno a este suceso, que el clérigo habló del sobresalto que Juan le causó esa vez al marcharse de la confesión porque, aunque llevaba cara de mártir, durante un segundo apenas le pareció ver que por la boca del muchacho le cruzó el relámpago de una sonrisa malévola.
A Juan la epilepsia le impidió pasar del segundo grado. Las monjitas prefirieron ahorrarle a los niños del barrio el desencanto de sus sacudidas infames, los trancazos que se daba al caer de sorpresa en cualquier parte, y el olor impuro de sus barreduras porque perdía el control de los esfínteres. Pero le enseñaron de todo en el claustro. A pesar de su traza despretinada y fofa, en esa cabeza guardaba 27 años de información de diversa índole y tamaño, sacada a trompicones de revistas científicas, enciclopedias, periódicos, y libros en tres idiomas, pues las religiosas que lo mimaron con esmero, le enseñaron los rudimentos del italiano, el inglés y el alemán durante las oraciones de la noche.
Tanto aprendió de sus tutoras, que las mamás del barrio le encargaban a sus hijos a Juan para que les enseñara los trucos de magia de las matemáticas, y porque conocía mejor que los maestros de escuela las entretelas de la historia universal y la poesía.
Así que no era extraño que Juan supiera tanto de ese rifle. Lo que no creyeron entonces es que lo fuera a usar.

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El presidente gringo había llegado hacía 48 horas, y en ese tiempo recorrió medio país regalando medicinas y lápices de colores a los indios, y cientos de sillas de ruedas a los orfanatos. Vino por lo del tratado, y esa tarde terminaba el aquelarre político con un paseo en auto descapotable, vestido de guayabera y sombrero montuno, saludando a todos con su mano demasiado blanca, y su risa de oreja a oreja.
El desfile terminaba justo en la esquina de las cariátides, en la Plaza de los Próceres, frente a la ventana de Juan Antonio.
Lo que nadie supo nunca es que, mucho antes de su arribo, el Presidente había deslizado por la ciudad una avanzada de vigilancia. Era un escuadrón de expertos en explosivos, tiro, contrainteligencia, antiterrorismo y combate cuerpo a cuerpo, que demostró conocer las misteriosas artimañas del camaleón, porque en las narices de todos se hicieron pasar por meseros, policías de a pie, buhoneros, limpiabotas, músicos ambulantes, taxistas, y las únicas nueve mujeres del equipo bailaron desnudas sobre las mesas de todas las cantinas urbanas buscando información sobre un posible atentado.
Fue una de ellas quien oyó hablar de Juan y sus propósitos, y en un santiamén empezó la sigilosa cacería. Siguieron el rumor desde el local de “Cacho” Pérez y lo vieron zarandearse en la antigua plaza de toros, donde ahora hay un solar arbolado en el que los jubilados se sientan y ven pasar la muerte. Ahí les dieron la pista del estuche del violín: Juan tenía el mismo instrumento de toda la vida, pero nadie sabe cómo ni con qué, compró una cubierta más grande. El chino Julián, el de la tienda de importaciones, reveló entre burlas que Juan Antonio ahorraba todo un año para comprarle regalos a las monjas; pero no cualquier cosa, no: las mandaba a pedir del extranjero con él, que tenía contactos en Aduanas, y los muelles, y en los barcos mercantes de la bolita del mundo amén. Lo raro es que esta vez no pidió biblias, libros o abalorios para el rezo del rosario: llenó los formularios en un idioma que Julián no había leído en su vida, y de vuelta le llegó una gran caja que pesaba un infierno. En el rótulo, Julián sólo entendió una palabra: Alemania.
Los del servicio secreto se encontraron con versiones que se parecían mucho al chisme, pero que a ratos les arrojaban luces premonitorias. Como la que siguieron hasta el colegio salesiano, donde el portero borrachín, sin haber sido testigo de nada, les dijo que sí, que Juan Antonio iba diciendo por ahí eso de matar a un tipo, y agregó de su propia cosecha que había visto la bala, una enorme cosa dorada del tamaño de un cohete, que tenía grabado en un costado la palabra Potus, que ellos entendieron, enterrados hasta el cuello como estaban en las arenas movedizas del pánico, que era el código clave de su jefe: President of the United States.

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Una hora antes de que el Presidente diera su vuelta del triunfo por el parque de los próceres, sentado como un actor de cine en el auto descapotable, sus hombres tenían todos los pelos y señales de quien ellos creían era el francotirador, y estaban parapetados en el zaguán de su casa, azuzando a la policía Secreta para que sacara de circulación al sospechoso... ¡y rápido!
Pero Juan no estaba.
La verdad era que nadie sabía dónde se había metido. Chichío, un chico sin piernas que vendía periódicos en el kiosco, fue quien se enteró de lo que pasaba porque un policía encubierto, a quien todos conocen de nombre y apellido en el barrio, le dijo a bocajarro, pero en murmullos, “Vamos a matar a Juan”.
Chichío, temblando como una hoja, hizo rodar la patineta de madera que le servía para andar, y salió disparado con el corazón en la boca, advirtiéndole a todo el que podía que si veían a Juan le dijeran que no se asomara por ningún lado ¾con su cara de pánfilo, decía imperioso¾, porque un tropel de confundidos le querían arrancar la cabeza.
Indagó con Luchín, el abarrotero, quien le dijo que hacía un rato lo había visto pasar, con el violín bajo el brazo, en compañía de la beata Margarita. Chichío le haló la falda desde el piso bajo de la acera, cuando la vio en el Bazar Latino a punto de comprar un libro de oraciones. “¿Sabes que Juan ya tradujo del latín el papelerío ese que encontraron en las ruinas de Santo Domingo?”, le contestó en contravía la beata, cuando el periodiquero preguntó por él; “Y me regaló unos versos preciosos que le escribió a Jesús Sacramentado”. “¡Dónde está Juan, carajo, que lo van a matar!”, le gritó el tullido, y ella respondió trastornada que no sabía, que cuando lo dejó le pareció que iba para los lados de la puerta de mar, y se santiguó con los ojos en blanco, al ver que la patineta desaparecía como un bólido mientras su conductor le gritaba a todos que se quitaran, puta madre, que esta vaina es de vida o muerte.
En la puerta de mar tampoco estaba. Ni en el jardín de infantes, donde a veces se aparecía para enseñarles a los pequeñuelos la oración cantada de la Rosa Mística. A esas horas, la mitad del barrio sabía que matarían a Juan, y todos se lanzaron a la calle para protegerlo.
Menos Aurora, quien después dijo que en la madrugada víspera de los sucesos, cuando iba para el mercado, lo vio con una escopeta practicando al tiro al blanco con un pobre perro flaco en la playa.
El viejo Miguel, famoso por el tabaco perfumado de su cachimba, lo divisó en una esquina del parque, alimentando con leche y sonrisas a los gatos, pero con su paso lento no pudo llegar antes que volteara y se perdiera en los callejones que daban al orfanato de la Santa Familia. Otros dijeron que lo habían visto entrar al museo central, y que lo buscaron con un escándalo de emergencia en la sala del oro, porque ahí siempre se instalaba, frente a las narigueras indígenas, a las que les cantaba un miserere en lengua extraña acompañado de su inseparable violín... Ni rastro.
Alguien llegó a decir que le gritó desde el balcón de un tercer piso que se escondiera, porque lo iban a fusilar, pero él respondió con un saludo de mano y su risa de niño grande, sin haber oído nada de lo que aquel le decía. Cuando bajaron a buscarlo en la acera, no estaba.
Les avisaron a las hermanas carmelitas de la inminente desgracia, y todas salieron en estampida a hurgar en los lugares donde sabían que se metía a escribir sus versos, pero había desaparecido como el fantasma prematuro que ya era.
Creyendo que era en honor al Presidente visitante, la Policía dejó que las monjas improvisaran un rezo masivo del Ángelus en la Plaza de los Próceres, y hasta sacaron en procesión a los niños de las guarderías por todas las calles del barrio, con la esperanza de que Juan escuchara los acordes del Tú reinarás que tanto le gustaba, y se asomara por cualquier bocacalle con los brazos abiertos y la cara iluminada... No lo hizo.
Una delegación de ciudadanos intentó explicarle a la gente de la Secreta que se estaban equivocando, que en qué cabeza cabía que Juan Antonio pudiera ser la bestia bruta que ellos andaban cazando, pero fueron arrestados por razones de seguridad, y cuando salieron de la cárcel ya Juan estaba muerto, enterrado, y le habían rezado sus nueve noches obligatorias.
A lo lejos se oía el ulular de las sirenas. La caravana presidencial cruzaba la ciudad y se acercaba oronda hacia el viejo sector colonial. Los hombres se comían las uñas. Lágrima suelta entre las mujeres. Juan Antonio no aparecía, y las calles estaban tomadas por soldados armados, quienes sacaron a los niños de en medio con delicados empujones de animal grande.
Las madres solteras que él tanto ayudó se apostaron en las cuatro esquinas del parque, haciendo guardia para atajarlo cuando lo vieran venir, sin saber que ya estaba en su cuarto, y se había engarzado el violín en la barbilla. Nadie supo nunca cómo hizo para pasar sin que lo vieran.

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El comando de asalto recibió la orden quince minutos antes de que el descapotable entrara al área de máxima seguridad. Subieron. Era un viejo caserón de dos plantas, y al piso superior se accedía por una escalera acaracolada y chirriadora. Avanzaron lento. Un paso, un segundo de espera. Otro paso, otro segundo (Arriba se oye un violín, romántico, es algo de Mendelssohn, Concerto en MI Menor, primer movimiento). Policías de espaldas a la pared. Sudor a mares debajo del pasamontañas, el overol y los chalecos antibalas. Una doña en delantal, y con la cabeza atiborrada en rollos plásticos de colores, fue interceptada en el pasillo (El violín llora esta vez; segundo movimiento). Una mano enguantada la aferró desde atrás y le tapó la boca, mientras otro de los enmascarados le hizo señas con un formidable dedo índice erguido sobre el lugar donde debía tener los labios, para que no hiciera ruido (Mendelssohn es angustia, suspenso, los dedos vuelan llenos de miedo sobre las cuerdas). Al final del corredor, la puerta.
Al hacerla saltar de sus goznes, la cancela fue a parar al centro de la sala, que al mismo tiempo servía de comedor, cocina y dormitorio, pues aquello era un tabuco del tamaño de una mano abierta. Había estampas de santos pegadas en todas las paredes, y una foto del Presidente de los Estados Unidos. Una pared estaba sin carteles, la que tenía apoyado el camastro, sobre el que colgaba una cruz sola, sin Cristo y sin letrero de INRI, que fue lo único que se llevaron las monjas carmelitas cuando había pasado todo.
La Secreta se encontró con un Juan Antonio “con aires de pudibundo”, según el informe que alguien demasiado leído para ser policía escribió esa misma noche. Estaba frente a la ventana, con su violín encajado entre la clavícula y el mentón, y con la mirada perdida en el cielo, tal vez buscando el toque de Dios. La luz de la media tarde entraba vacilante por el ventanal, lo que ayudó a que el comando confundiera el instrumento con un fusil.
Juan volteó, y se encontró con diez demonios vestidos de negro que le apuntaban. Levantó la escobilla para seguir tocando, mientras los miraba sin miedo...
...Dispararon.
Juan vio venir la primera bala: era un tren a toda marcha a lo largo de un túnel incendiado. Esa le rozó la oreja. Las demás fueron sólo destellos, chispas juguetonas en silencioso carnaval, que le fueron abriendo la carne como escalpelos pasados por candela. Al principio soltó al aire algunas notas de su violín; inició el tercer movimiento ¾la paz otra vez, en un sereno lago de cadencias¾, pero el proyectil que entró por su boca, y le desfiguró un lado de la cara, hizo que se detuviera en seco. Soltó el violín. Escupió sangre y pedazos de dientes antes de recostarse al parteluz de la ventana. Volvió a mirar hacia la plaza, donde dos niños jugaban con un globo colorado, que de pronto desapareció en una espesa tiniebla, porque uno de los tiros le partió en tres el pómulo derecho, y le hizo estallar el ojo. Cayó de nalgas al suelo, sobre un charco de sangre y orine, con las rodillas despedazadas y la clavícula izquierda expuesta. Un río escarlata le brotó del oído. Tosió, y un borbotón sanguinolento salió disparado de sus fosas nasales, para ir a caer en las botas lustradísimas del policía que estaba más cercano. Juan pareció sonreír, mientras se ahogaba. Intentó levantar un brazo, pero no pudo: la última bala se lo bajó de tajo.
Por levante apareció el carro descapotable del Presidente, quien saludaba emocionado a una muchedumbre, entre las que se destacaban las cabezas níveas de las monjas carmelitas, la patineta de madera de Chichío, y la calva reluciente de “Cacho” Pérez. El tumulto lloraba ríos. El Presidente creyó que era por él, y les lanzó un beso.

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A Juan Antonio lo recuerdo porque me enseñó a contar hasta cien en griego, cuando todos los demás apenas llegaban al diez, y en la común y silvestre lengua madre. Tantos años después, del periódico donde trabajo me piden un artículo sobre este oscuro tema, que tanta conmoción causó a nivel nacional e internacional, y del que nunca se supo nada concluyente. Por eso heme aquí, empantanado en medio de papeles viejos, testimonios y recuerdos hechos añicos. Todos contradictorios.
Puedo afirmar que nunca apareció el rifle, aunque sí la caja que vino de Alemania. Los expertos que la revisaron no supieron decir qué contuvo alguna vez, aunque en uno de los muchos informes encontré una nota marginal, en letra aplastada y un tanto ilegible, en la que se advierte con tinta verde: “pudo ser un arma”. Las hermanas carmelitas afirmaron que se trataba de una Cruz de Áncora, de un metro veinte, que se usaría para adornar la pared sobre el baldaquín del presbiterio, pero que jamás se encontró.
Juan Antonio jamás cambió de estuche para su violín, eso lo comprobé sin rastro de duda.
Cuando indagué por el borrachín del colegio salesiano que decía saber detalles importantes del caso, me dijeron que unos días después de la visita del Presidente lo encontraron muerto en su casa. Se atragantó con un pedazo de carne mal cocinada, y terminó con el rostro sumergido en un grasiento plato de sopa.
Aurora sigue creyendo que Juan Antonio era un asesino, enfermo por el deseo de venganza después de la muerte de sus padres. Jura y perjura que vio a unos hombres saltar por el balcón trasero de la casa del francotirador, con el rifle en la mano. Eran dos. Momentos después entró el comando que mató al chico. Para haber visto semejante cosa, constaté, Aurora debía haber estado flotando en el aire sobre el mar, porque ese balcón da a la playa, sobre una península de roca pura.
Fue el párroco quien desde su cama de enfermo mencionó la palabra escalofriante para calificar la vida de Juan Antonio. Dijo que conocía “asuntos sombríos e inenarrables”, que no me podía revelar porque le fueron confiados por el propio Juan en confesión. “El sigilo sacramental de la iglesia protege a sus hijos”, añadió, antes de sumergirse en el mar profundo de su decrepitud.
“Cacho” cerró su barbería hace más de dieciocho años, y pocos saben de él. Uno de sus más íntimos amigos me confió que el barbero le había dicho una vez que nunca creyó que Juan pensara matar al Presidente, por una razón simple: el rifle del que el muchacho habló aquella vez, no era otro que el que venía en la portada de una revista especializada, y que meses después apareció en manos de un policía municipal. “Sin embargo ¾y aquí el amigo íntimo entorna los ojos y baja su voz perfumada con ginebra; la baja aunque sabe que estamos solos en un parque vacío¾; él (“Cacho”) encontró hace muchos años en una mochila de Juan Antonio, una bolsa plástica con un corazón de perro...”
Del cuerpo de Juan sacaron treinta y siete balas. Una, la definitiva, le entró por el labio superior, justo en el centro del bigote, y le atravesó el cerebelo, apuntó el forense. Ese tipo de heridas, se decía en el informe de autopsia, suele ser fulminante. Pero en este caso no ocurrió así; Juan vivió unos segundos más, y hasta intentó hablar, señaló la Policía.
Las fotos me hicieron llorar. Aquel que aparece amoratado sobre la plancha de metal, no tiene ninguna semejanza con el Juan Antonio que algunas veces los de la pandilla usamos como tarjeta de tiro para las burlas, ofensas y hasta para las sobras de naranjas. Pero cuando eso hacíamos, su boca se iluminaba con una risa entera, apuntaba hacia nosotros su mano derecha, y dibujaba en el aire una cruz imaginaria que nos cubría a todos.
Sí, es cierto que una vez algo muy similar a una caricia obscena en la sacristía me separó de él para siempre. Fue un ligero y tal vez accidental jugueteo de sus dedos con mi bragueta. No hubiese pasado a mayores sin lo que, creí entonces, fue un intento de beso. Pero hoy entiendo que esas fueron cosas de niños; atolondramientos, nada más.
Tal vez los editores acepten que agregue algo de eso en el artículo del periódico, quizá no. Lo que sí tendré que anotar es que, a pesar de las protestas de muchos vecinos, incluida Aurora, hay una calle que lleva su nombre, y en el museo central instalaron una urna especial para el único objeto de madera en la sala del oro: el violín ensangrentado, que ninguna bala tocó.

Arraiján, Panamá, 2003














Window shopping

A ti

Mariluz se mordió las uñas hasta hacerlas sangrar antes de pagar los veinticinco dólares que costaba el feo encendedor en forma de lagarto que se llevó a casa. No le gustaba del todo, pero se veía tan solito en la vitrina que se le partió el corazón, y no tuvo más remedio que adoptarlo. Cuando se lo entregaron, fue a parar al fondo de la gigantesca bolsa de plástico, donde compartió celda con dos shorts mini mini, cinco pares de zapatos, un destornillador para mujeres con el rostro de David Bisbal diez veces repetido en la empuñadura, las gafas de sol adiamantadas, un pañolón de colores antillanos, y el inevitable Lolita Lempicka.
Iba campante y reída. Atrás quedó el amargo cest fini de su noviazgo de dos meses con Paco, a quien sacó para siempre de su vida durante el desayuno. Después de eso, había quedado hecha jirones, afligida y con los ojos clavados en una taza de café frío. Lo único que se le ocurrió para espantarse las lágrimas fue sumergirse en las tiendas del norte, donde le conocían los caprichos, y siempre se curaba la soledad por un precio justo: no menos de 200 dólares.
Paco. Era el quinto novio en nueve meses. ¡Qué fastidio! Algo está pasando con los hombres, que ya no se te meten en el alma. Mucho empaque y poca esencia, como las bolsas de papas Lays. O al revés: demasiado profundos para esta vida tan corta. A Paco le faltó lo uno y lo otro, y ¡qué poco instinto en la cama! Mariluz caminaba despreocupada, pero intensa; le gustaba el cloc-cloc de sus tacones, y se sentía como nueva sin el peso muerto del enamoramiento. Pasó frente al recién inaugurado Donna Karan, y los ojos se quedaron mirando un regio pantalón de tiro bajo. Paco, pobre tipo; pero besaba bien.
Entró al almacén. Por fortuna la tarjeta de crédito no podía gritar pidiendo auxilio. Pero ese pantalón de velour se veía irresistible, y toda la algarabía del mundo no la habría disuadido de pasar y probárselo en todos los colores. Estuvo dos horas en el cubil. Se miraba en el espejo mientras, en equilibrio sobre la punta de las zapatillas, movía las rodillas en exquisito vaivén ¾derecha adelante, izquierda atrás, y de regreso¾, test imprescindible para detectar anomalías en la costura de los muslos y los ruedos.
Dedicó mucho tiempo a girar de lado a lado para juzgar sin contemplaciones cómo se entendía el pantalón con sus problemáticas nalgas, y la imagen que rebotaba del cristal la deleitó. Te queda priti, marni. Después de quince minutos de análisis sobre punzadas, botones y textura, pasándose las manos por las caderas, el vientre, la entrepierna; agachándose, sugestiva, para constatar cómo se le vería cuando hiciera lo mismo en la oficina, donde volvería locos de lujuria pasiva a los muchachos que a esa hora creían que no había ido porque estaba enferma; maravillada con lo bien que se le pegaba a la piel esa suave tela neoyorquina, y del perfecto engarce en el talle a pesar de sus veintiocho años; cuando se sentía a gusto con todo, incluso con el precio, dejó caer los brazos con falso cansancio, arrugó la nariz en gesto de desdén, y suspiró la sentencia: ¡Ay no!, pero ese color no te va. Entonces pidió que le pasaran otro de los diez que había traído del perchero, y volvió a iniciar la operación.
Compró tres, y tuvo que usar aquella tarjeta, la que había prometido guardar para emergencias. Su hermana la mataría. Pero es que Sara no entendía la función terapéutica de las compras. Se ponía como una loca cuando veía llegar a Maryluz con tantas cosas “inútiles”: pastas de dientes carísimas, especiales para enfermedades de la encía que a nadie en casa le habían diagnosticado; todo un kit (pala, bandeja, pelotas y collares) para un gato que no tenían; lámparas de luz tenue, para iluminar sin iluminar los cuartos; libros en idiomas imposibles, porque le gustaba la foto de portada...
Maryluz compraba y compraba, y era feliz cuando lo hacía, regresaba liberada, radiante, con esas baratijas apiñadas en la bolsa plástica, y después en un armario donde nadie las usaba y que, tarde o temprano, la hacían naufragar en un mar de deudas del que su hermana tenía que sacarla con el salvavidas de su magro salario de maestra. Ya no la aguantaba más.
Pero, esta vez, Maryluz tenía buenos motivos: Paco. En todos los locales que visitó, cumplió con la misma liturgia de los trapos. Probar y probar y probar. Olvídate de él. Decenas de blusas, camisetas, cinturones, bufandas y piezas de lencería. Un hombre que teme gastar dinero, no es un hombre. Casi muere con unos zapatos incomprables Bottega Veneta que se hizo traer en seis modelos y cuatro colores diferentes: negros, cafés, crema y azules. Mejor que salió de tu vida; jamás entendió tus gustos. Ahí fue donde la convencieron para que se llevara los cinco pares..., dos fucsias.
¿Por qué no te detienes a escoger mejor tus hombres, Maryluz, como lo haces con los zapatos? ¾Miraba sin mirar de veras un escaparate donde exhibían un delicado bikinito rojo-sangre de Andrés Sardá¾. ¡Ojalá lo supiera! Cierto: con los hombres era fácil. Bastaban una boca carnosa, un par de ojos habladores, alto, y un trasero al que se le ajustaran bien los jeans. ¡Ah, y que supiera bailar! Era más complicado con la ropa y las joyas; exigía concentración, tiempo; se trataba de algo crucial, por lo que serías juzgada el resto de tu vida.
¡Ay, qué lindo ese brazalete!
Maryluz se percató de que la tristeza se le estaba colando otra vez por las rendijas del remordimiento. Un anillo Boucheron de plata, con un raro zafiro amarillo en la corona, la miraba pícaro desde el mostrador de gamuza, en una estrecha joyería italiana. ¡No... Sara me lanzará por el balcón!
Entró y salió de otras cuatro tiendas en la última cuadra. En ninguna compró nada muy caro. Un sombrerito de fieltro, para los fines de semana. Dos dólares. Cuando volvió al carro, el reloj de la cabina derramaba una tristona luz verdusca: las ocho de la noche. A casa, marni.
Estaba exhausta. Helado..., necesito un robusto y húmedo helado de chocolate. Cuando pensó en el cremoso manjar dentro de su boca, le cruzó como un relámpago la imagen por la mente. Sexo. Siempre le ocurría. Oral. Nadie sabría eso jamás. Sería bochornoso.
Iba tamborileando en el timón al ritmo de un merengazo de Eddy Herrera, que hablaba del amor entre un hombre y una chiquilla de trece años, pero mezclaron la música con una propaganda chillona y trivial sobre la carrera de carros del domingo. ¡Bah!, cambió de emisora, a ver a ver, el botón número 3. Empezó a cantar José Luis Perales eso de “Me llamas para decirme que te marchas”. Maryluz se secó una lágrima. Paco.
Cuando llegó al apartamento había terminado la telenovela. Comió algo: el helado, y otra vez el flash erótico. Caminó hacia el cuarto y se topó con su doble en el espejo grande del fondo. Eres hermosa, Maryluz, ¿de qué te quejas?
La puerta del armario estaba abierta: vestidos, pantalones, camisas. A la mayoría le colgaban las etiquetas con los precios, señal inequívoca de que nadie los había usado todavía. Pronto, mis amores, pronto.
El teléfono: “¿Aló?”. Era Frank. “Me enteré de lo de Paco (...) Te lo dije (...) ¿Podríamos vernos mañana? (...) ¿Qué? ¿Esta noche? (...) ¿Hacer el amor? ¿Estás segura? (...) Mira que no es justo que vuelvas a herirme”. Ella llora. Él acepta. Frank siempre acepta. Él la ama. Pero es demasiado profundo, y la vida es tan corta. Ojalá traiga condones.
Se quitó la ropa. Miró el cuerpo en el espejo. Cabello suelto. Seguían invisibles las cicatrices por los implantes de seno. En el glúteo derecho parecía reír el delfín azul-rojo que se tatuó adolescentemente el año pasado. ¿De dónde salieron esas llantitas? Volvió a fijarse en el armario y ahí estaban en el suelo, relucientes, veintidós pares de zapatos siempre fieles, nuevecitos, que le decían a coro: “hola, Maryluz, no estás sola”. Hizo espacio para los cinco nuevos. Más al fondo, como desahuciada, la bandeja para el gato imaginario.
Entró al baño. Se sentó de lado en el inodoro, como lo hacía su madre, y aunque no le gusta el sabor a desamparo que le queda en la boca, fumó. Alta y lujuriosa la llama del encendedor-lagarto. Oculta tras una desordenada bocanada de humo, Maryluz hizo desaparecer en el excusado las facturas de todas las compras de esa tarde. Para evitar dimes y diretes con Sara.
También echó al agua la foto en la que se besaba con Paco...
...Fue entonces cuando empezó a deprimirse de nuevo, y se mordió las uñas hasta hacerlas sangrar pensando en aquel anillo Boucheron.


Lima, Perú, febrero de 2003

Toc-toc... ¿Quién es...?

A Lilia, y a la gente
que la mató



Víctor vio al fantasma de su amante Ivón Vaccaro una noche de viernes, en septiembre, al año exacto después que ella falleció. Estaba parada al fondo del pasillo, frente a la puerta cerrada de la cocina, y con un cuchillo en la mano.
Ella siempre le dijo que volvería, pero nunca le creyó. Es que le hizo poco caso a todo lo de Ivón, a no ser que se tratara del sexo animal que esa mujer y nadie más sabía darle. Desde que se enredó con los paleros de la calle Salsipuedes, ese fue su tema preferido: regresar del más allá. “¿Me vas a jalar las patas?”, le preguntó Víctor con un dejo burlón una vez. “No, volveré para llevarte conmigo”, respondió ella y, cuando lo dijo, a él se le borró esa sonrisita de chico superior que siempre tenía en la cara.
Se hizo devota de la santería, y a todos les confiaba que en un trance vio el futuro, en el que el Niño de Atocha, esa fuerza benéfica del viento, como ella le llamaba, le mostraba el camino de regreso desde las sombras. Estuvo vestida de blanco durante todo ese año, y se encerró tiempo completo en el apartamento que compartía a escondidas con Víctor. De ahí no salía antes del mediodía o después de la seis de la tarde, y durante los tres primeros meses comía en el suelo, sentada en un petate viejo, y con cuchara. Al final del año reapareció, otra vez maquillada como el mujerón sensual que era, y le dijo a todos sin pena: “he vencido a la muerte”.
Ahora estaba ahí, constatando el vaticinio, y Víctor entró en pánico.
El primero de los miedos que tuvo se lo provocó la idea de que el fantasma hubiera desandado el camino de los muertos para cumplir la promesa de llevárselo. Fueron amantes por diez años, y Víctor había aprendido que Ivón no perdonaba jamás. Se hacía la desentendida, callaba cuando le gritabas, una vez le pasó por delante con otra mujer más joven, mucho más joven, una niña apenas, a la que le ibas tocando el trasero con la punta de los dedos, lascivo, y cuando ella intentó reclamarle, con el revés de la mano colocó el sello de sangre que impuso silencio en su boca. A ella pareció no importarle, pero a los días estalló con su furia de ciclón chino, sólo porque él no quiso darle un beso de despedida, y rompió todos los trastos de la casa, le prendió fuego a la ropa interior, rasgó las sábanas con su enorme tijera de jardinera, tiró los muebles por la ventana, y se atragantó con un frasco completo de potasa cuando no pudo volarle la cabeza, porque la pistola no tenía balas.
Le temía. Víctor le temía. Pero no era un temor crudo y sin ribetes; se trataba de un miedo reverencial y bien justificado. Ivón era una mujer con mucha capacidad de aguante, y en el mismo lugar donde guardaba la paciencia, le cabía la misma cantidad de odio. Por eso soportó a Víctor durante diez años, con todas sus vejaciones y golpes e insultos y menosprecios y, lo peor de todo, sus largos y ásperos silencios. Pero, a la hora de morir, ella pensó en la venganza: durante los tres días que le duró la agonía, pidió a los del hospital que no lo dejaran pasar si se aparecía, y él nunca se enteró, hasta que fue demasiado tarde, que un desgarramiento sin remedio en la matriz le quitó a su amante.
Ahora está ahí, en tu casa, y te asusta. Crees que volvió para enseñarte nuevos trucos de suplicios aprendidos en su año por el infierno, la ves reír y burlarse, te paralizas, tiritas, y no sabes qué hacer, si gritar pidiendo auxilio o enfrentarla como el mucho hombre que eres. Sí, soy macho, jamás he negado pelea; yo no, Víctor Solórzano, criado al rigor de mi padre marinero. Entonces él se abalanza para capturarla con la toalla que traía aferrada entre las manos desde el baño, y sólo se le ocurre usarla como si fuera la red de un domador de leones, listo para lo peor.
¡Pero el fantasma se había ido!
Corre, pero la casa es más ancha, un inacabable mar sin orillas. Avanza deprisa sobre esas aguas lóbregas y no llega a ninguna parte. La poca luz lo hace tropezar con los anaqueles del pasillo. Es un vago resplandor violeta ese de la media noche. Oscura claridad de cementerio que le hace detener el paso, con el susto clavado entre los ojos.
El viejo reloj de nogal le diría si el fantasma estaba en la sala. Habla reloj, habla: (Tictac, tictac) Dice que no está, que tal vez se esfumó para siempre (Tictac, tictac) ¡No, carajo, todavía anda por ahí! El péndulo la vio subir por las escaleras (Tictac, tic —¡atravesó la pared!— tac), ¡tal vez está buscando la pistola en mi cuarto!...
Huele a hierba mojada, como esa tarde del funeral. ¿Por qué tiemblas, Víctor?
Mientras se agarra la cabeza presa del pavor, se arrepintió mil veces por haber metido las cenizas de esa mujer en la casa. Las trajo escondidas en un antiguo jarrón mesopotámico de perfumes que se robó del museo donde trabaja como contador, y que tenía en el dorso una inscripción en lengua muerta que ningún otro supo nunca descifrar, y que decía: “Te amo y te odio”.
El búcaro tenía estirpe, y se le notaba a simple vista. Cuando lo donaron al museo, le explicaron que había sido labrado a mano hace ocho mil años para la tercera princesa de los Hassuna quien, según la leyenda, murió desnuda y abrazada a sus dos amantes esclavos durante una de las inundaciones primaverales del Eufrates. Fue encontrado a finales del siglo diecinueve bajo lo que un alfarero francés confundió con las ruinas de Nínive, de donde se lo robó para traérselo a Vallauris y someterlo a restauración y jaspeado con óxido de cobalto y manganeso, lo que le dio esa enjundia azul violácea que tanto le gustó a Víctor, quien en el fondo no entendía ni media palabra del asunto, pero vio en el puchero el lugar ideal para guardar a su amante muerta.
Convenció bajo cuerda al italiano de la sala de cremación para que le entregara a él las cenizas de Ivón, metidas en el fino pote, mientras a los hijos de la muerta les daría la urna vacía. Tratándose de despojos poco importaban los detalles, como ese de quién se quedaba con qué.
Los funerales fueron un gris viernes de agosto. Aquella fue una tarde borrascosa. Desde que le entregaron las cenizas en la casa mortuoria, el sol se cerró, y los relámpagos con su desbarajuste se clavaban ahí mismo, junto al carro de un Víctor compungido y solo como nunca antes en su existencia de oveja negra, mal marido y peor concubino. No se dio cuenta que el fin del mundo se le cruzaba por delante, inundándolo todo, tumbando árboles, descarriando las líneas de teléfonos y enlodando hasta las nubes de un cielo partido en mil pedazos.
A los días, cuando volvió a su oficina, se dio cuenta de que las inundaciones de aquella tarde arrastraron consigo todo lo que tenía algún valor en el museo: la bolsa con huesos de niños cavernícolas españoles, una silla etrusca, los libros sagrados de los indios cakchiqueles, la cabeza reducida de un mal cazador que fue atrapado por alguna tribu extinta del Congo meridional, y la bala que un general boliviano donó hace 20 años, jurándole a todos que era uno de los plomos que le habían metido al “Che Guevara”. Se había perdido todo, menos algo, la foto de Ivón, que él tenía oculta en una gaveta del escritorio, con una dedicatoria anticipada: “Para mi hombre... más allá de la tumba”.
En casa, acostumbrados a verlo llegar con cuanto cacharro podía sacar del museo, no le pusieron mayor cuidado a la nueva cosa que venía bajo el brazo de ese hombre envejecido y tristón, tan distinto de aquel que antes era el alma de las fiestas. Mucho menos lo vieron a la cara, porque hacía mucho que en el edificio se hablaban sin mirarse, así que nadie se dio cuenta de que traía lágrimas colgando de sus grandes ojos de anfibio. Hombre, jarrón y tristeza entraron por la puerta principal, mientras los otros hablaban de las flores que se perdieron en el reciente diluvio, los dolores fibromiálgicos, y la falta de cultura de la nueva sirvienta isleña, que alguien les recomendó en mala hora, y que no sabía más que hablar de venenos y aparecidos. Víctor Solórzano no escuchó media palabra, puso el jarrón en el depósito, dio media vuelta, y se encerró en el baño.
¡Las cenizas! ¡Claro, por qué no lo había pensado! Si las saco de la casa (las echaré al desagüe) tal vez ahí acabe todo. En tres zancadas llegó al cuarto polvoriento. Sudaba. Estornudó —esa alergia que lo castigaba desde niño—. Buscó entre penumbras y encontró la vasija. Con un formón intentó vencer la tapa, que se negaba terminante al sacrilegio. Víctor jadeaba. ¡Por qué traje esta muerta a mi casa, coño! Golpeó contra las paredes el jarrón para romperlo, pero nada; Ivón batallaba hasta lo último, amparada tal vez por las fuerzas africanas que le daban su tutela. El martillo, ¿dónde lo dejé? De rodillas en el suelo, el hombre tenía el envase entre las piernas, mientras metía una mano en la gaveta del armario. Con el pequeño mazo en la mano, Víctor empezó a reír, mientras una babita blanca se le cuajó en las comisuras de los labios, como una boquera de sal. ¡Eso fue todo para el campeón!, pensó, con el martillo en alto... Y lo dejó caer...
Tampoco se rompió. Víctor Solorzano estaba desesperado. La furia le hería las sienes, y los ojos le iban a estallar, si no abría de alguna manera esa cosa. Apretó con rabia el tarro y lo pegó a su cara para insultarlo, como si fuera Ivón, esa perra ninfómana y bruja, quien estuviera enfrente. Entonces fue cuando vio las estrías. Estaban en la tapa, apenas asomadas del resto del jarrón. Él la hizo girar, y abrió, fácil; se hubiera hecho con dos dedos.
¡Vacía!
¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba el contenido? ¿Quién abrió la vasija, si él la tenía escondida? ¡Quién te dejó salir, espíritu inmundo!
Ruidos otra vez en el pasillo (Tictac). Está por alguna parte, lo presiento (Tictac). Te mantienes aquí, quieres pelea. Una ambulancia ulula su urgencia desde la calle. Pero te va a costar (Tic... Está en los dormitorios. ¡Lo sabía...! tac). Voy por ti, mala mujer, ¡adoradora del diablo!
Camino a la habitación hizo el recuento de aquellos días, y se dio cuenta de que las cosas extrañas pasaron desde el primer momento que las cenizas entraron a la casa, cuando el perro aulló sin parar durante los nueve días después de la muerte de Ivón, y el agua empezó a salir del grifo sabiendo a uva, fruta preferida de la difunta.
Ahora entendía que era Ivón quien llamaba por teléfono para asustar. E-res-un-hi-joe-pu-ta, le susurraba desde el otro lado de la línea, cuando él, y sólo él, contestaba las llamadas. Al fondo, I got Woman, de Ray Charles, sonaba tenue, como un murmullo, y él empezó a odiar el jazz.
El fantasma aparecido era la culminación de todo eso. Cabrona bruja, se te acabó el relajo. Víctor agarró el enorme crucifijo que estaba en el umbral de los dormitorios, y un cuchillo que encontró en el suelo. ¿De dónde salió esta vaina? ¿Será el que tenía ella en la mano? Temblaba. No podía pensar. Esos no eran pensamientos, era la sangre a borbotones que le taladraba el cerebro.
Entonces le llegó el recuerdo. La saliva. Su lengua recorriendo el cuerpo de una Ivón desnuda, sudorosa y despatarrada, con ambas manos abriendo de par en par los labios de la vulva, y cosquilleando con un dedo el largo y blando saurio de su clítoris. Su mejor pose. No te vas a reír de mí. No me vas a manejar con tu lujuria, como antes. Humedad viscosa. Sexo duro. Negrura de piel mulata. De pelos íntimos (Tictac). Gemidos, arañazos y dientes clavándose en su hombro como en un pan suave. No me controlas la mente, porque yo puedo contigo. La convulsión del orgasmo, los dos a la vez, ¡cógelo... cógelo! Ahora mismo te mando al infierno de donde viniste. A ella se le moja la boca de nuevo... Quiere más...
Abre agitado la puerta del primer cuarto. Nada. Siempre mereciste cada golpe, arpía. Debajo de la cama... Nada. Nunca te quise. Detrás del frufrú de las cortinas... no está. ¿Te acuerdas cuando te escupí la cara delante de todos en el restaurante? Dentro del ropero: silencio. ¿Y la vez que te mandé al hospital? Ahora busca afuera, como si el fantasma estuviera colgando de la ventana, pero ahí tampoco está. Debí matarte yo mismo antes, y no esperar esa cosa que te dio. Sale del cuarto. Sólo queda el principal, donde está la pistola... ¡y las balas! ¿Para qué mierda traje esas cenizas! Tiene miedo de abrir la puerta, en realidad no quiere verla de nuevo. Aprieta el puño donde lleva el cuchillo. Ivón, deja la vaina. Recuerda ahora, con dolor en la cabeza, no tengo cargos de conciencia, que lo peor no fueron los golpes ni los gritos ni las amenazas con revólver cargado, sino los días de abandono, cuando se quedó meses sin llamarla, porque ella le había dicho que estaba embarazada. Aborto... Yo sólo anhelaba un hijo tuyo, Víctor..., y me pateaste el vientre, una y otra vez, con furia... Abre la puerta, y los goznes rechinan como siempre. ¡Puta madre, qué escándalo! Algo se oculta tras ese mueble. ¿Dónde estás, Ivón? Abre los ojos un poco más, vence la dura sombra, empuña fuerte el crucifijo, ¡Ahí estás, eres tú, fantasma del carajo, te puedo ver! ¡No te rías, maldita! El reloj de la sala advierte la hora con un ding-dong de mal agüero: La una.
Víctor salta como una pantera sobre la cama, y ataca al espectro con las dos manos. Crucifijo y cuchillo a un tiempo. ¡Zas, zas! Lo hiere, más con la cruz, mucho más. Escucha cómo se quiebran los huesos del cráneo. Hunde el arma hasta la empuñadura, y puede oír cuando se rasga la piel. La sangre lo salpica a través de las sábanas que, cuando las hizo a un lado, le descubren a su víctima.
Era Margarita, su esposa, quien aún vivía en la casa, pero él se había olvidado de eso. Tenía los ojos sin luz, y abiertos como dos lunas.

Cerro Azul, Panamá, 2002


El Apocalipsis se quedó sin baterías

...Ino se obstina en un silencio huraño...
José María Sánchez


Devastación. No hay calles ni bares nudistas ni fuentes ni escuelas ni la “M” de McDonalds ni columpios ni carros ni música. Sólo páramos agostados acometen el paisaje en lontananza. No hay ruido de motores ni zumbido de la electricidad surcando los laberintos de consumo. El pinchazo del frío se mete bajo la piel como ladrón artero. Duelen tantas soledades y duele el viento yerto. Llueve un agua azul fosforescente.
Negrura. La eterna noche hace miles de años se quedó sin luna y sin su polvillo de plata, que antes se esparcía en forma de estrellas. El imperioso sol tampoco da la cara. Es como si el mundo en su caída fuese desmontado de sus bases, y lo arrinconaran cual escoria en un depósito sin luces, sin sus giros y retornos, ahí donde van a parar los planetas caducos, que ya no le sirven al conjunto. Mientras, el universo sigue su marcha, desentendido de esos desperdicios siderales, remanente que es apenas roca, y sucia brisa sibilante.
Entonces la veo. Es una mujer desnuda la que acecha. Con un puñal. De su boca no sale palabra, pero le arde en la mirada en un grito brutal: “te lo voy a hundir hasta el fondo”, vocifera desde su oscuro silencio escrutador.
Ruinas. Están amontonadas de tanto en tanto. Dunas de hormigón en centinela actitud de monolito. Apuntan al cielo púrpura, y las puedo oír: lloran. Hay una pared que no se tornó en polvareda cuando se vino abajo, y está recostada en uno de los cerros de concreto inútil. Un cartel político con una derruida cara sobrevivió a la degollina, y sigue adherido al milagroso pedazo de tapia que no se rompió. Es imposible distinguir si el rostro es de hombre o de mujer. Quien sepa hacerlo, apenas podrá leer un pedazo de frase: “días mejores”, escrito en letras de un amarillo opaco, que es el color de los recuerdos.
El iracundo chispazo de un relámpago cae sobre la tierra indemne, y el fragor apocalíptico ruge sobre las cabezas que, ahora distingo, están por todas partes. Arrecia la lluvia. Los hombres y las mujeres que pululan sin ropa, han abierto agujeros en el suelo desértico, y ahí viven y se esconden y se abrigan, como ratas campesinas, como serpientes. Le temen al ruido y a la luz. Les aterra ver sus caras sucias y tener que aprender a hablar para ponerse nombre.
La mujer y el puñal siguen ahí. Ella da un paso hacia mí, y veo que le sangran las úlceras que lleva donde deberían estar sus senos. Cuando se sabe mirada, se esconde tras un contrafuerte que se desplomó hace millones de noches como ésta.
La borrasca amaina, y hombres y mujeres vuelven a la superficie. Veo niños. No es correcto decir que son familias esas que están ahí. Hordas, eso sí. Tiran de sus cabellos polvorientos, se escupen, de sus bocas escapan gritos y gemidos guturales, como el que se cuela por el gaznate al vomitar; sacan sus lenguas en gesto ramplón, y las mujeres aferran los testículos de ellos con vehemencia y tiranía. Los hombres chillan, pero no parece que sea de dolor. No hacen el amor, se agreden.
Los niños comen tierra más allá. ¿Tierra dije? No, es cemento. Única partícula que flota en el aire y está por todos lados. Los niños se meten este feo material en la boca sin dientes. También están desnudos y sucios. Pequeñas caras serias, silenciosas. Ángeles panzudos. No juegan, buscan lombrices para comer. Y cucarachas que, una vez más, han sobrevivido a la tragedia.
Ahí está ella otra vez, rayana. Siento que su mirada me toquetea el hombro, y me susurra insultos al oído.
Entonces encontré la bola de topacio. Era de un grueso cristal amarillo rojizo, refulgente a pesar de las sombras. Y tenía voz. Una palabra, un destello súbito. Otra palabra, la luz. La verdad brilló y contó esa historia de horror, de aquellos miles de años atrás, del infierno desaforado, y el rebenque del tiempo que castigó la vida conocida.
La mujer también oía. Dejó de avanzar hacia mí cuando escuchó la palabra, esa cosa que tejía sonidos; desconocida, peligrosa.
“Ideologías”, dijo la piedra y su fulgor, “...ellos prefirieron el desprecio a las teorías, las bancadas se acabildaron en promiscua aleación corrupta (...) Se derritieron los colores en un llanto gota a gota maldecido, y sobreabundó el gris (...) los ambidextros”. Entendí que agonizó la arcoirisada y antigua rueda del poder, y cada cual se vendió al mejor postor. Un día de tantos, el augurio se cumplió y se quebró el mundo, porque ya no había principios para sostener el parapeto. La vida se convirtió en “un manchón de musgo entre las ruinas”, como dijo el poeta en su verso destronado. Fue entonces cuando empezó a llover, y desde aquella vez no para.
Volví a mirar la lejanía. Había niños que corrían, alaridos de miedo primitivo, pánico. Vi sangre en sus cabecitas sin cabello.
¡Alerta! La mujer está a mi lado con su abalanzamiento. Pulla con la punta del puñal mi mano abierta y temerosa. Miro la marca de sangre, tristona señal del crucificado. Un espumarajo blancuzco le mana de la boca torcida. ¡Mueca vulgar! ¡Llegó la hora! ¡Satán anda suelto!
Volteo para encarar el final, escrito desde el principio de los tiempos. La miro. Un grito sin voz halla su prisión en mi garganta. Intento darle alas, para lanzárselo al rostro a la mujer sin senos, pero el alarido del hijo del perjuro se sofoca en una almohada húmeda por aquella secreción extraña y adhesiva. Cuando abro los ojos, recortada contra la luz azul de la lámpara repelente de mosquitos, veo la silueta hechicera de mi madre que me urge, perentoria: “¡despierta..., no sonó la alarma..., el reloj se quedó sin baterías..., vas a llegar tarde a la oficina!”
En la mano traía un enorme cepillo de dientes.

Septiembre de 2003

Desprendimiento

Esos rufianes, los dioses,
no se saldrán con la suya...
Virginia Woolf
(La señora Dalloway)



Hela ahí: borracha y solitaria. No sé cuándo empezó. ¿Tendríamos un año juntos? Quizá fue cualquier día de esos que la dejé sola. Ya saben..., el trabajo. Una botella. Dos: ¡Estropicio! No supo parar, y ahora necesita un trasplante. He-pa-ti-tis, repitió el doctor cuando me vio en shock. Y ¾frío, cruel¾ agregó las palabras muerte y fulminante, mientras señalaba con el dedo el espantajo grotesco y varicoso en la radiografía. Era su hígado. Enseguida decidí marcharme. Ustedes entenderán..., la amo, y no puedo verla así. Sólo espero que alguno de ustedes encuentre este ensangrentado papelito de advertencia..., junto a la pistola y mi ficha de donante.

Avenida Cuba, Panamá, septiembre de 2001


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